Copyleft: Abrir la Puerta y Salir a Jugar
por Candelaria Sabagh
por Candelaria Sabagh
“El arte es un juego de todos los hombres en todas las
épocas”
Marcel Duchamp.
Creo estar en lo cierto cuando digo que hacer teatro es
esencialmente jugar. Son numerosas las lenguas que recuperan la noción de lo
lúdico en el seno del campo semántico de las palabras vinculadas a lo teatral.
En francés, por ejemplo, jouer (jugar)
significa actuar, y jouer un rôle
(jugar un rol), interpretar un papel. El jeu
de théâtre (juego de teatro) o jeu de
scène (juego de escena) se refiere a lo que el actor efectúa al margen de
su discurso. En alemán, los actores son los schau-spieler,
(jugadores del espectáculo). Spielen
se refiere tanto a jugar como a actuar, y una pieza teatral es llamada una Schauspiel. Sala de teatro o espacio
teatral se dice Spielhaus (casa de
juegos). En el caso del inglés, sala de teatro también se denomina “casa de
juegos” (Playhouse);
actuar/interpretar un rol se dice to play
a roll (jugar un rol), y una pieza dramática es directamente llamada a play
(un juego)[i].
Hago teatro, ergo, me dedico a jugar. Ambas actividades
requieren, como condición de posibilidad, la libertad de autodeterminarse en su
propia naturaleza: si no es libre, incierto, ficticio y auto reglamentado,
entonces no es juego ni tampoco teatro[ii].
Tal vez las obras hechas en serie, las fórmulas creativas que cristalizan
patrones compositivos, los modelos que se replican incansablemente con el
objetivo de la taquilla o las apuestas a las “figuras” que convocan, logren
confundir a los miembros más desprevenidos del público o a un puñado de
críticos anestesiados. Sin embargo, una y otra vez resultan en desventuras que
fallan de manera irremediable justamente a raíz de que el criterio que las
gobiernan es ajeno a su necesidad, organicidad y vitalidad, es decir, les ha
sido impuesto. Las reglas de cada juego (de cada obra) deben necesariamente
determinar sus propios postulados[iii]. Esta es
una premisa cardinal a la hora de habitar libremente el crear, algo de lo que
recientemente he sido privada.
Desde el 2002 soy la directora del grupo “Amarillo en
Escena Trajo Mala Suerte”, el cual reúne hoy diecinueve actores. El teatro es
mi vida. Lo dirijo, escribo,
estudio, enseño, pienso y sueño. A raíz de la maniática obsesión con la
que practico cada una de estas actividades, estrenar resulta un acontecimiento
extraordinario. Sucede en intervalos que se prolongan, incluso, por cinco años.
Cuando ocurre, siempre acabo meditando sobre cómo soy una teatrista (una jugadora) diferente a la que fui. No
sólo porque con la obra presentada nos hemos permitido indagar el trabajo según
una serie de procedimientos desconocidos para nosotros, sino que, además, con
cada estreno observo cómo la pieza construida se confronta ante un público distinto de aquel que nos fuera
familiar. Su contexto de recepción ha mutado y su mirada se ha constituido de
manera singular. Cinco años después, las llamadas “nuevas tecnologías” son
otras y éstas han impactado necesariamente en los modos de producción,
percepción y relación de los sujetos con la cultura. Como las demás artes, el
teatro tiende orgánicamente hacia los nuevos tipos de imbricación.
Naturalmente, deseamos valernos de las posibilidades de la propia época para
desarrollar nuestra actividad. Queremos hacer un teatro para nuestros
coetáneos. Sin embargo, ciertas experiencias contemporáneas nos están
enteramente vedadas. Hay cosas con las que a los teatristas no se nos permite
jugar.
Es sencillo advertir que cuando determinadas prohibiciones
interfieren con la libertad de los autores en el ejercicio de sus
construcciones poéticas, lo creativo indefectiblemente se resiente: si es
obediente a los sistemas vigentes se estancará; si es combativo, florecerá, mas
el precio será el verse obligado a sobrevivir de manera clandestina. Basta con
repasar las relaciones históricas entre artistas e intelectuales con las formas
de poder totalitario para verificarlo.
Sin dudas, una de las funciones del arte es correr los
límites de lo establecido. Entonces, ¿cómo podremos los creadores abordar el
espinoso intento de dicho ejercicio, si se pretende incriminarnos por procurar
hacerlo? El problema al que me refiero no forma parte de un repertorio
descollado; no se trata de un asunto de arqueología ni de revisionismo
histórico. Por el contrario, es un acontecimiento, del aquí y ahora, que
adviene de un enfrentamiento particular. Una pugna que recientemente inicia y
cuyo resultado definirá el perfil del mundo que vendrá: uno en el que las
reglas del juego se impongan desde un afuera interesado nada más que en los
réditos económicos de un sistema capitalista, o uno en que se permita la
libertad de autodeterminación a la hora de establecer las pautas para la
construcción y la distribución de los bienes simbólicos que resultan de cierta
forma de lo lúdico, como sucedería en el caso del teatro. En otras palabras, un
mundo en el que se restrinja o se facilite la creación y el acceso a la cultura. La disyuntiva a la que
aquí aludo forma parte de uno de los debates más calientes de la escena
contemporánea. Se trata de que, en el campo artístico e intelectual, hay
quienes no estamos dispuestos, en materia de creación y difusión de la cultura,
a aceptar la defensa de los monopolios limitados en el tiempo que el
capitalismo estipula como manera de fomentar y enriquecer el dominio público.[iv]
La proliferación de las nuevas tecnologías en comunicación pone en jaque la
idea de que cuidar los intereses de los autores sea necesariamente sinónimo de
restringir sus creaciones al mundo. La revolución, en términos de producción y
distribución de cultura, ya es una realidad. Criminalizarla es un lamentable manotazo de un sistema que
se ahoga.
Son numerosos los artistas, intelectuales e inventores que
abrazan y fomentan desde el hacer y el decir un proceso de transformación que
ya está sucediendo. Hace un tiempo, filósofos y teóricos del arte se refieren a
ello. Tomaremos como ejemplo al crítico y curador Nicolás Bourriaud, que
sostiene que el prefijo “post” en la palabra postproducción alude a una zona de actividades propia de una
actitud eminentemente posmoderna, en la que ciertas operaciones inventan
protocolos de uso para los modos de representación y las estructuras formales
ya existentes. “Se trata de apoderarse de
todos los códigos de la cultura, de todas las formalizaciones de la vida
cotidiana, de todas las obras del patrimonio mundial, y hacerlos funcionar.
Aprender a servirse de las formas (…), es ante todo saber apropiárselas y
habitarlas.”[v] Bourriaud
define las experiencias del DJ y la
máquina de sampler, la del web surfer, y la de los artistas de
postproducción como la de unos “semionautas
que antes que nada producen recorridos originales entre los signos.”[vi]
Las diversas formas de apropiación y resignificación de citas plásticas,
musicales, cinematográficas, científicas, literarias y teatrales para producir
una nueva obra, los actos de reescritura, de parodia, los cruces de géneros,
los mash-ups, los sitios en la
Internet que proponen a través del link
caminos originales para la navegación del infinito acervo cultural, todas estas prácticas son
análogas a los modos en que efectivamente opera el pensamiento y el saber:
indefectiblemente ambos acontecen a partir de la apropiación y transformación
de elementos anteriores. El conocimiento y la creación jamás son creaciones ex nihilo sino “invención de itinerarios a través de la cultura.”[vii]
Es desde ese horizonte que artistas, autores e inventores han comenzado a
registrar su trabajo bajo las llamadas licencias
libres. Con ello, emprenden un camino hacia la conquista de ser los
verdaderos amos del alcance y los límites de su obra, tanto en materia de
consumo como resignificación y distribución. El término que se utiliza para
designar este tipo de prácticas es el de Copyleft.
Según Wikipedia,
que se autodefine como “un esfuerzo
colaborativo por crear una enciclopedia gratis, libre y accesible por todos”[viii],
el Copyleft es “una práctica al ejercer el derecho de autor que consiste en permitir
la libre distribución de copias y versiones modificadas de una obra u otro
trabajo, exigiendo que los mismos derechos sean preservados en las versiones
modificadas.” [ix] El término
aparece por primera vez en las comunidades de software libre como un juego de palabras en torno a Copyright. Éste significa derecho de autor o copia derecha. El Copyleft
se podría traducir por izquierdo de autor
o copia dejada, aludiendo a que ha
sido dejada en libertad. Además, se le atribuye un efecto “de
contagio” o “vírico”, que preserva a la obra de ser absorbida y utilizada con
fines ajenos a su naturaleza: cualquier trabajo derivado de uno anterior que
presente este tipo de licencia debe atenerse a su vez a los principios del Copyleft.
Ahora bien, la práctica tradicional del registro
restrictivo de la propiedad intelectual en el sistema capitalista siempre me
había resultado ingrata y sospechosa,
razón por la cual, al conocerlo, el Copyleft capturó enseguida mi interés. Pronto el concepto
se convirtió en una de las fuerzas motoras de la dramaturgia de una nueva obra,
“No Más Zzzzs”. Dediqué un par de años a escribirla. Registré la versión final
bajo licencia libre. Este gesto, político desde luego, constituía además una
clave fundamental en el sistema lúdico de la pieza: funcionaba como un pivote
en el universo de sus procedimientos poéticos. Enseguida empezamos a
trabajarla, los diecinueve actores de la compañía y yo, en una serie de
interminables ensayos sostenidos durante más de dos años, siempre dentro del
marco del esfuerzo épico que supone el hacer teatro independiente. En aquel
momento, no sabíamos que pretender montar un texto amparado bajo este tipo de
licencia constituiría una auténtica contrariedad. El riesgo supondría una dura
penalización tanto para la sala como para mí misma, la autora.
En nuestro país, toda obra que se estrena debe estar necesariamente
registrada en Argentores. Así reza la legislación vigente. Es sabido que esta Sociedad General de
Autores de la Argentina tuvo como objetivo de su creación el proteger el
derecho intelectual de los autores nacionales. Hasta 1919, éstos habían sufrido
sistemáticamente injusticias económicas por parte de los empresarios que
montaban sus obras. El modelo
sobre el que se sancionara en ese año la primera ley de protección del derecho
de autor estaba basado en el que rigiera en Francia desde 1791. Conserva, hasta
la fecha, una serie de presupuestos teóricos eminentemente vinculados a la
Ilustración, que hoy resultan sencillamente inadmisibles. El paradigma
filosófico, ético, científico y político desde el que se escribe la ley que
protege al autor nacional, ha caducado. De tintes universalistas, atenta contra
cualquier forma de pensamiento inmanentista. Se
encuentra, por lo tanto, ferozmente cuestionado desde prácticamente todas las
escuelas y posiciones de perspectiva crítica enunciadas hoy en el campo
intelectual, a lo largo y ancho del mundo. Sin embargo, el cartel que la
institución exhibe con pompa tras su mostrador, insiste: “Sin Autor No Hay
Obra”. Evidentemente, las nociones de “diseminación de sentido”, “mosaico de
citas”, “pliegue”, “conversación de la humanidad”, “muerte del autor” y otras
afines son, para la Sociedad General de Autores de Argentina, meros flatus vocis. El paradigma sobre el que
cimientan su lógica es absolutamente ajeno a la coyuntura histórica,
epistemológica y tecnológica que nos constituye. Supone una división binaria,
sesgada y tajante entre el ser un “hacedor de cultura” (un autor) y un
“consumidor de cultura” (un lector o espectador). En la práctica, esta
segmentación ha sido ampliamente superada: desde la aparición de la Internet,
los límites creador/consumidor se han vuelto visiblemente difusos. Hoy, más
bien, lo atinado sería que el cartel en cuestión dijera: “Sin Obra no hay
Autor”.
Al presente, los usuales detractores del Copyleft son principalmente individuos
vinculados a la industria del entretenimiento o al negocio del registro de la
propiedad intelectual, grupos interesados que practican lobbismo entre los gobiernos de turno con el fin de inducirlos a
sancionar leyes que penalicen la libre circulación de la cultura, músicos
capaces de iniciar acciones legales contra fans
adolescentes porque bajan o comparten temas suyos en Internet, autores que por
algún motivo no quieren que exista la posibilidad de una nueva forma de
licencia (ni siquiera para que otros podamos emplearla), y demás ejemplares de
la estirpe. Entre los argumentos que suelen esgrimir, hay dos que quisiera
responder. Uno peca de ignorancia. El otro, de mezquindad. Sostiene el primero
que “en el caso del teatro, es imposible aplicar el Copyleft porque los
dramaturgos consagrados viven de su trabajo y esta forma de registro atenta
contra sus intereses, ya que no permite que los autores cobren por su labor”.
Falso. El hecho de que la obra esté bajo una licencia libre no quiere decir que
el creador no perciba una remuneración por su trabajo. Hay varias formas de
liberar un texto, y es el autor quien dispone de los términos y matices que
mejor se adapten a sus intereses. Sépase de una vez: Sí es posible obtener
rédito económico de un trabajo patentado en Copyleft. El segundo argumento reza: “Para
proteger a las nuevas y futuras generaciones de dramaturgos, hay que evitarles
que otros puedan hacer uso de sus materiales.” Es curioso: son
indefectiblemente los autores consagrados quienes, asumiendo una figura paternalista,
hablan en representación de futuras y noveles generaciones. Les agradezco pero
informo que, en mi caso, no solicito su “ayuda”. Todos quienes nos dedicamos al
teatro independiente sabemos que las cifras de recaudación que manejamos los
dramaturgos pipiolos que montamos obras en las salas del llamado circuito off son francamente ridículas. Las nuevas generaciones de
autores entendemos que no es viable poder vivir en lo inmediato de nuestro
trabajo. La profesionalidad es algo que llega al cabo de recorrer un camino; el
medio es complejo y competitivo y la apuesta más segura es la de hacer visible
la propia escritura. El deseo de todo joven dramaturgo es que la mayor cantidad
de gente posible vaya a ver su obra o, en su defecto, que la lea. El objetivo
por el que trabajamos incansablemente quienes damos los primeros pasos en el
teatro es siempre que nos conozcan. En este sentido, el Copyleft es sumamente beneficioso. Al
facilitar el acceso a los materiales en una dinámica que presupone la horizontalidad,
fomenta la multiplicación de las miradas sobre un mismo trabajo. Una de las
condiciones de las licencias libres es del reconocimiento:
es posible hacer obras derivadas a partir de “la original” siempre y cuando la segunda cite a la
primera, de la forma que haya especificado el autor. Si se tomara la segunda
para generar una tercera, la cita se duplicaría y así sucesivamente.
El Copyleft
definitivamente facilita la participación cultural. Se acrecientan las
oportunidades de expresión, en lugar de cercenarlas. No constituye una amenaza
para el autor. Antes bien, posibilita a los creadores el gozar de los
beneficios de ser artífices de su propia obra, a la vez que participar de un
intercambio cultural que tiene como objetivo la integración solidaria y libre
de los conocimientos. Como teatrista (jugadora) que medita incansablemente en
torno al propio hacer y al vínculo entre obra, sociedad y cultura, entiendo que
el Copyleft se adecua a mis intereses
y deseo poder experimentarlo. Entonces, pregunto: ¿por qué el teatro no puede
hacer uso en libertad de este nuevo escenario? Si todo escritor tiene derecho a
restringir las alteraciones y usos de
su obra, ¿cómo es que no tiene derecho, asimismo, a liberarlas? Y si el hacerlo formara parte del sistema lúdico de la
pieza, si fuera una de las condiciones de construcción del universo poético de
la obra, ¿no se estaría, al prohibírselo, atentando contra la libertad de
expresión? ¿Puede penalizarse a un autor o a un espacio teatral por ser
“portadores de obra de registro libre”? ¿No se está embistiendo contra la
condición misma del arte, cuando se la ataca por procurar correr los límites de lo establecido?
Nadie puede considerarse dueño de un sintagma. Los fonemas
y sus maneras de organizarse pertenecen a un fluir orgánico y vital, el lenguaje.
Éste no es otra cosa que una condición de posibilidad del pensamiento, el
conocimiento, la historia y el arte; en definitiva, todo aquello que llamamos cultura.
Nuestra humanidad se expresa en ella. La experiencia del mundo no es más que
cuantas palabras tengamos para
relatarla. El Copyleft activa la
posibilidad de imaginarlas en libertad, hacerlas crecer, compartirlas,
multiplicarlas y, entonces, desbaratar fronteras.
Abrir la puerta; correr el límite. El juego que sueño un día
jugar.
[ii] Caillois sintetiza las seis características del juego de la siguiente
manera: es libre (se juega si
se quiere, si es impuesto pierde su condición de juego), separado (se juega dentro de ciertos límites temporales y/o
espaciales, distintos del ámbito de la realidad), incierto (implica
siempre un riesgo, un desconocimiento de su desarrollo y resultado), improductivo (no crea bienes como lo
hace el trabajo), reglamentado (las
reglas de juego imponen sus propios postulados) y ficticio (todo juego
se acompaña de una conciencia de realidad de segundo orden). Todas estas
características se pueden aplicar al teatro. La mímesis, además, es una de las cuatro maneras en que el juego
acontece. Hay cuatro tipos de juegos: los de alea (azar), ilinix
(vértigo), agón (competencia), mimicry (mímesis). Cf. Roger Caillois, Los Juegos y los Hombres, Fondo de Cultura
Económica, Bogotá, 1997.
[iii] Coinciden en la idea de que la autonomía
de reglas en lo lúdico es una condición estrictamente necesaria para su
ser, autores tan disímiles como Von Neumann y Morgenstern,
Hans Georg Gadamer, Roger Caillois y
Johan Huizinga. Para un desarrollo puntual de esta idea, cf. HUIZINGA,
Johan, Homo Ludens, Alianza Editorial, 2000.
[v] Bourriaud, Nicolás. Postproducción,
Ed. Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2007. p. 14
[vi] Bourriaud, Nicolás. Postproducción,
Ed. Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2007. p. 14
[vii] Bourriaud, Nicolás. Postproducción,
Ed. Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2007. p. 14
[viii] Wikipedia, autodefinición: http://es.wikipedia.org/wiki/Wikipedia:Portada
[ix] Copyleft, definición de Wikipedia: http://es.wikipedia.org/wiki/Copyleft
Teatro y Copyleft por Candelaria Sabagh se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
Bibliografía:
BOURRIAUD, Nicolás. Postproducción, Ed. Adriana Hidalgo,
Buenos Aires, 2007.
CAILLOIS,
Roger; Los Juegos
y los Hombres, Fondo de Cultura Económica,
Bogotá, 1997.
CANO, F., Cortés, M., Masine,
B. y otros; “En torno al ensayo”, en: Ensayo
y error. El ensayo en el taller de escritura. Eudeba, Buenos Aires, 2008.
ECO, Umberto, “Prefacio” a: La estrategia de la ilusión, Buenos Aires, Lumen, 1994, 5ta ed. pp.
7-8
FERRATER MORA, José; Diccionario de Filosofía, Editorial
Sudamericana, 1975.
FILINICH, María Isabel; La Enunciación, Ed. Eudeba, Buenos
Aires, 2001.
FLUSSER, Vilém; “Ensayos”, Ficçoes filosóficas, San Pablo, Editora
da Universidade de São Paulo. Traducción al español: Pablo Katchadjian, 1998.
GIORDANO, Alberto;
Modos del ensayo. De Borges a Piglia, Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 2005.
GRÜNER,
Eduardo; Un género culpable. La práctica
del ensayo: entredichos, preferencias e intromisiones, Rosario, Homo
Sapiens, 1996
HUIZINGA, Johan; Homo Ludens, Alianza Editorial, 2000.
MONTAIGNE, Michel de (1984), Ensayos , Ed. Orbis, Bs. As.
PAVIS,
Patrice; Diccionario del Teatro, Ed.
Paidós Comunicación, 2003.
PIGLIA, Ricardo; Tesis sobre el Cuento, Ed Anagrama,
Buenos Aires, 1986.
Internet:
BUSANICHE, Beatriz: http://www.vialibre.org.ar/2012/01/05/el-derecho-de-autor-desde-la-perspectiva-de-los-derechos-humanos/
WIKIPEDIA: http://es.wikipedia.org/wiki/Copyleft
PIRATAS Y TIBURONES
Hernán Casciari
La semana pasada, la exitosa escritora valenciana Lucía Etxebarría (Beatriz
y los cuerpos celestes, Un
milagro en equilibrio, Premio
Planeta 2004) anunció su retirada indefinida del mundo literario como forma de
protesta contra la piratería. Una parte del mundo editorial salió a apoyarla,
pero Hernán Casciari, autor de la “blogonovela” Más respeto que soy tu madre (adaptada para el teatro por Antonio Gasalla)
y editor de esa exitosa rareza que es la revista Orsai (sin publicidad y con
venta anticipada) dio a conocer esta carta en la que dice a Lucía que no es
para tanto y que los malos están en todos lados.
El contador de suscripciones anuales a la nueva revista Orsai acaba
de llegar a mil. En nueve días, y sin noticias sobre los contenidos o la
cantidad de páginas, mil lectores ya compraron las seis revistas del año
próximo. Y eso que todos saben que habrá una versión en pdf, gratuita, el mismo
día que cada revista llegue a sus casas. Repito: acabamos de vender seis mil revistas.
Seiscientas sesenta y cinco por día. Veintiocho por hora.
Al mismo tiempo, una escritora española acaba de informar que dejará
de publicar. “Dado que se han descargado más copias ilegales de mi novela que
copias han sido compradas, anuncio que no voy a volver a publicar libros”, dijo
ayer Lucía Etxebarría. La prensa tradicional se hizo eco de sus palabras y la
industria editorial la arropó: “Pobrecita, miren lo que Internet les está
haciendo a los autores”.
A nosotros nos ocurre lo mismo. Durante 2011 editamos cuatro
revistas Orsai. Vendimos una media de siete mil ejemplares de cada una, y con
ese dinero les pagamos (extremadamente bien) a todos los autores. Los pdf
gratuitos de esas cuatro ediciones alcanzaron las seiscientas mil descargas o
visualizaciones en Internet.
Vendimos siete mil, se descargaron seiscientas mil.
Si los casos de Lucía Etxebarría y de Orsai son idénticos y ocurren
en el mismo mercado cultural, ¿por qué a nosotros nos causan alegría esos
números y a ella le provocan desazón?
La respuesta, quizá, es que se trata del mismo mercado pero no del
mismo mundo.
Existe, cada vez más, un mundo flamante en el que el número de
descargas virtuales y el número de ventas físicas se suma; sus autores dicen:
“qué bueno, cuánta gente me lee”. Pero todavía pervive un mundo viejo en el que
ambas cifras se restan; sus autores dicen: “qué espanto, cuánta gente no me
compra”.
El viejo mundo se basa en control, contrato, exclusividad,
confidencialidad, traba, representación y dividendo. Todo lo que ocurra por
fuera de sus estándares, es cultura ilegal.
El mundo nuevo se basa en confianza, generosidad, libertad de
acción, creatividad, pasión y entrega. Todo lo que ocurra por fuera y por
dentro de sus parámetros es bueno, en tanto la gente disfrute con la cultura,
pagando o sin pagar.
Dicho de otro modo: no es responsabilidad de los lectores que no
pagan que Lucía sea pobre, sino del modo en que sus editores reparten las
ganancias de los lectores que sí pagan. Mundo viejo, mundo nuevo. Hace un par
de semanas viví un caso muy clarito de lo que ocurre cuando estos dos mundos se
cruzan. Se lo voy a contar a Lucía, y a ustedes, porque es divertido: me llama
por teléfono una editora de Alfaguara (Grupo Santillana, Madrid); me dice que
están preparando una Antología de la Crónica Latinoamericana Actual. Y que
quieren un cuento mío que aparece en mi último libro, “un cuento que se llama
tal y tal, que nos gusta mucho”.
Le digo que por supuesto, que agarre el cuento que quiera. Me dice
que me enviará un mail para solicitar la autorización formal. Le digo que
bueno.
A la semana me llega el mail, con un archivo adjunto:
...“Estimado Hernán, te explico lo que te adelanté por teléfono:
Alfaguara editará próximamente una antología de bla bla bla cuya selección y
prólogo está a cargo de Fulanito de Tal. Él ha querido incluir tu cuento Equis.
Si estás de acuerdo con el contrato que te adjunto, envíame dos copias en papel
con todas las páginas firmadas a la siguiente dirección” (y pone la dirección
de Prisa Ediciones, Alfaguara).
Abro el archivo adjunto, leo el contrato. Me fascina la lectura de
contratos del mundo viejo. No se molestan en lo más mínimo en disfrazar sus
corbatas.
Al cuento que me piden lo llaman “La aportación”. En la cláusula 4
dice que “el editor podrá efectuar cuantas ediciones estime convenientes hasta
un máximo de cien mil (100.000)”. En la cláusula 5, ponen: “Como remuneración
por la cesión de derechos de ‘La aportación’, el editor abonará al autor cien
euros (¿100?) brutos, sobre la que se girarán los impuestos y se practicarán
las retenciones que correspondan”.
Pensé en los otros autores que componen la antología, los que
seguramente sí firman contratos así. Cien euros menos impuestos y retenciones
son sesenta y tres euros, y a eso hay que quitarle el quince por ciento que se
lleva el agente o representante (todos tienen uno), o sea que al autor le
quedan cincuenta y tres euros limpios. No importa que la editorial venda dos
mil libros o cien mil libros. El autor siempre se llevará cincuenta y tres euros.
¿Firmará Lucía Etxebarría contratos así?
Esa misma tarde le respondí el mail a la editora de Alfaguara:
“Hola Laura, el cuento que querés aparece en mi último libro, que se
distribuye bajo una licencia Creative Commons Reconocimiento 3.0 Unported, que
es la más generosa. Es decir, podés compartir, copiar, distribuir, ejecutar,
hacer obras derivadas e incluso usos comerciales de cualquiera de los cuentos,
siempre que digas quién es el autor. Te regalo el texto para que hagas con él
lo que quieras, y que sirva este mail como comprobante. Pero no puedo firmar
esa porquería legal espantosa. Un beso.”
La respuesta llegó unos días después; ya no era ella la que me
hablaba, sino otra persona:
“Hernán: entendemos esto, pero el departamento legal necesita que
firmes el contrato para que no tengamos problemas en el futuro. ¡Saludos!”
Y ya no respondí más nada. ¿Para qué seguir la cadena de mails?
La anécdota es esa, no es gran cosa. Pero quiero decir, al narrarla,
que no hay que luchar contra el mundo viejo, ni siquiera hay que debatir con
él. Hay que dejarlo morir en paz, sin molestarlo. No tenemos que ver al mundo
viejo como aquel padre castrador que fue en sus buenos tiempos, sino como un
abuelito con Alzheimer.
–¿Me das eso? –dice el abuelito.
–Sí, abuelo, tomá.
–No, así no. Firmame este papel donde decís que me das eso y yo a
cambio te escupo.
–No hace falta, abuelo, te lo doy. Es gratis.
–¡Necesito que me firmes este papel, no lo puedo aceptar gratis!
–¿Pero por qué, abuelo?
–Porque si no te cago de alguna manera, no soy feliz.
–Bueno, abuelo, otro día hablamos... Te quiero mucho.
Y de verdad lo queremos mucho al abuelo. Hace veinte, treinta años,
ese hombre que ahora está gagá, nos enseñó a leer, puso libros hermosos en
nuestras manos.
No hay que debatir con él, porque gastaríamos energía en el lugar
incorrecto. Hay que usar esa energía para hacer libros y revistas de otra
manera; hay que volver a apasionarse con leer y escribir; hay que defender a
muerte la cultura para que no esté en manos de abuelos gagá. Pero no hay que
perder el tiempo luchando contra el abuelo. Tenemos que hablar únicamente con
nuestros lectores.
Lucía: tenés un montón de lectores. Sos una escritora con suerte. El
demonio no son tus lectores; ni los que compran tus novelas ni los que se
descargan tus historias de la red.
No hay demonios, en realidad. Lo que hay son dos mundos. Dos maneras
diferentes de hacer las cosas.
Está en vos, en nosotros, en cada autor, seguir firmando contratos
absurdos con viejos dementes, o empezar a escribir una historia nueva y que la
pueda leer todo el mundo.
PÁGINA
12, RADAR, SÁBADO, 31 DE DICIEMBRE DE 2011
No hay comentarios:
Publicar un comentario